Una cuenta para la eternidad

A lo largo de mi vida he conseguido reunir una suma de dinero nada despreciable, la cual, añadida a mis propiedades, conforma una pequeña fortuna. El dinero ha dado sentido a mi vida, pero ahora soy viejo, y me apena sobre todo tener que desprenderme, cuando llegue la muerte, de todas mis posesiones.

Dicen que no tengo amigos, pero eso qué importa: la amistad es volátil e incierta, sujeta siempre al interés y a complicadas emociones; el dinero, en cambio, es firme como una roca.

Por eso, cuando recibí la publicidad de ese nuevo banco, renació en mí la esperanza: “No deje que la muerte le arrebate esos ahorros que tanto le ha costado reunir; contrate ya mismo nuestra cuenta mixta perdurable en el más allá”.

Acudí a las oficinas de aquel banco que tanto prometía, y me encontré allí con numerosas personas acaudaladas bien entradas en la senectud.

El empleado que me atendió me explicó los pormenores de la novedosa cuenta: Mediante un contrato formal reforzado con algunos rituales místicos y ratificado por el Obispo de nuestra Diócesis, el banco me aseguraba la disponibilidad de mis ahorros en el más allá, con el mismo interés y condiciones que había disfrutado hasta ahora en la tierra.

Fui vendiendo mis propiedades y contraté la cuenta, donde ingresé todo el metálico que pude reunir. Me sentía muy satisfecho.

—Qué tranquilo se queda uno sabiendo que podrá disfrutar de cierta posición allá en el cielo —le dije al empleado después de firmar.

—Verá, caballero, creo que usted no ha entendido bien el asunto —me contestó el empleado—. Desde luego no podrá disfrutar de nuestra cuenta en el cielo, donde no le sería de ninguna utilidad, sino en el infierno.

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