Amor y obstáculos.

Yo era la Reina en su poderosa torre. Altiva y distante solía asomarme a alguna de las altas ventanas que se abrían al paisaje. El oro de las joyas refulgía al sol sobre el luto de mis ropas de viuda, pero aún había en mí lozanía y frescura.

Tú venías, una y otra vez, a intentar el asalto con tu precario ejército, y yo te miraba desde lo alto. Me daba pena tanto empeño en vano. ¿Cómo hacerte comprender lo lejos que estabas de triunfar, con tus destartaladas máquinas de asalto y tus escasos soldados, donde habían fracasado los más altos señores y los más poderosos ejércitos?

Pasaron los años y ya solo tú insistías en tu afán. Mi rostro no era el de antaño, y las canas salpicaban ahora tu barba. Un día, al ver tus huestes acercarse de nuevo, hallé en mi corazón una desconocida ternura. Sin saber bien por qué, despedí a mis soldados, mandé bajar el puente levadizo y deje abiertas, de par en par, las puertas de la torre. Tu llegaste ante ellas y alzaste la vista buscándome. Tu rostro parecía expresar a un tiempo extrañeza y decepción. Entonces envainaste la espada y te alejaste de mí para no regresar.

Una cuenta para la eternidad

A lo largo de mi vida he conseguido reunir una suma de dinero nada despreciable, la cual, añadida a mis propiedades, conforma una pequeña fortuna. El dinero ha dado sentido a mi vida, pero ahora soy viejo, y me apena sobre todo tener que desprenderme, cuando llegue la muerte, de todas mis posesiones.

Dicen que no tengo amigos, pero eso qué importa: la amistad es volátil e incierta, sujeta siempre al interés y a complicadas emociones; el dinero, en cambio, es firme como una roca.

Por eso, cuando recibí la publicidad de ese nuevo banco, renació en mí la esperanza: “No deje que la muerte le arrebate esos ahorros que tanto le ha costado reunir; contrate ya mismo nuestra cuenta mixta perdurable en el más allá”.

Acudí a las oficinas de aquel banco que tanto prometía, y me encontré allí con numerosas personas acaudaladas bien entradas en la senectud.

El empleado que me atendió me explicó los pormenores de la novedosa cuenta: Mediante un contrato formal reforzado con algunos rituales místicos y ratificado por el Obispo de nuestra Diócesis, el banco me aseguraba la disponibilidad de mis ahorros en el más allá, con el mismo interés y condiciones que había disfrutado hasta ahora en la tierra.

Fui vendiendo mis propiedades y contraté la cuenta, donde ingresé todo el metálico que pude reunir. Me sentía muy satisfecho.

—Qué tranquilo se queda uno sabiendo que podrá disfrutar de cierta posición allá en el cielo —le dije al empleado después de firmar.

—Verá, caballero, creo que usted no ha entendido bien el asunto —me contestó el empleado—. Desde luego no podrá disfrutar de nuestra cuenta en el cielo, donde no le sería de ninguna utilidad, sino en el infierno.

Una cuestión de escala

Durante doscientos años la nave había atravesado la oscuridad del espacio sin disminuir jamás su terrible velocidad ni variar su rumbo. Había hielo antiguo y polvo de estrellas velando parcialmente la transparencia de su gran cúpula, y desluciendo el brillo plateado de su fuselaje.

Atrás habían quedado muchos soles y mundos, cometas y nubes de piedras errantes. Pero en ningun lugar hubiera podido detenerse ni hallar descanso; solo en el planeta al que se dirigía con obstinación encontraría vida y esperanza; lo demás era frío, soledad y distancia.

Era una nave inmensa, como una pequeña ciudad. La habitaban unos seiscientos individuos del pueblo de los zarkianos. Eran descendientes de aquellos primeros tripulantes, cincuenta hombres y cincuenta mujeres, que habían iniciado el viaje dos siglos atrás. La nave no solo poseía puente de mando, sala de máquinas o arsenal; también estaba dotada de tierras de cultivo, pequeñas granjas y escuela.

Los niños eran instruidos en las tradiciones de su pueblo, para que no cayesen en el olvido el orgullo y la gloria de los zarquianos. Aprendían ciencia, historia del Imperio y artes de combate. En su planeta de origen, los zarquianos habían desarrollado un gran poderío militar y tecnológico.

Más de dos siglos atrás, en su ahora distante mundo, los sensores y espectrómetros de las sondas de exploración, habían revelado la existencia de un nuevo planeta con condiciones aptas para la vida e indicios de albergar una civilización desconocida al que llamaron Novalis. Un espíritu inédito de apertura y de fraternidad floreció entonces entre los zarquianos, como si algo les empujase poderosamente a ampliar sus horizontes. Por eso emprendieron este increíble viaje transgeneracional.

Y ahora, después de una eternidad, se aproximaban por fin a Novalis; de manera que la alegría y la excitación se habían extendido por doquier bajo la cúpula de la nave.

Pero no todos eran tan expresivos en su alborozo. El comandante Ibo contemplaba pensativo el espacio tras el cristal del puente de mando. Había en sus músculos y nervios cierta tensión difícil de ocultar. Secretamente le preocupaba el sentir general de sus camaradas, los cuales se decantaban mayoritariamente por el antiguo belicismo y por la ambición imperialista propias de su pueblo. Él, sin embargo, se mantenía fiel al ideal con que se había iniciado la misión, más pacífico y fraternal.

El general Neira entró exultante en el puente.

—¡Qué gran momento, Ibo! ¿Se da cuenta? Hemos concluido por fin nuestro viaje y ahora… todo un mundo se abre a nuestro alcance. Ya hemos enviado una sonda de observación. Esta ha girado discretamente, describiendo una orbita amplia en torno a Novalis, y la información recavada no puede ser más halagüeña: Se trata de un mundo civilizado, muy similar al nuestro, aunque más pacifico y menos poderoso. Los novalianos se mueven aún en vehículos arrastrados por animales, utilizan herramientas arcaicas, y la mayoría de ellos son granjeros, cuyas principales ocupaciones son la agricultura, la pesca y la elaboración de queso.

— ¡Buenas noticias, mi general! —contestó Ibo—. Debo confesarle que, secretamente, temía que no lográsemos concluir nuestra misión. Era para mí algo angustioso, porque eso significaría que todas nuestras dificultades y experiencias habrían quedado en el olvido como una epopeya secreta y patética. Sin embargo, en este momento, mi temor es otro. Verá: por lo que parece nos será facil conquistar Novalis y añadirla al Imperio, pero, ¿cuál será el coste para sus habitantes? Qué poco sospechan ellos que su mundo está a punto de cambiar para siempre.

—Ibo, tiene usted derecho a pensar así, pero le aconsejo que no exprese abiertamente sus sentimientos. Los vientos políticos se decantan actualmente por un patriotismo exacerbado, y quien le oyese podría calificarle fácilmente como traidor. Está claro que nuestra potencia es muy superior a la de los… digamos, nativos, y que las cosas seguirán su curso. ¿Me comprende?

El comandante Ibo asintió en silencio y se retiró del puente, tan pensativo y nervioso como antes.

La nave fue descendiendo entre las espesas nubes de la atmósfera de Novalis, hasta posarse en el húmedo suelo. Una pequeña expedición, entre la que se encontraba Ibo, salió al exterior dispuesta e explorar.

Caminaron entre la niebla por una amplia sabana. Aquí y allá se alzaban unas altas cañas de hojas verdes y alargadas. El aire era puro y fresco, nada que ver con el aire generado artificialmente que habían respirado durante toda su existencia. La sensación de caminar sin un límite concreto, adentrándose en un paisaje desconocido y abierto les sobrecogía y embriagaba.

Al salir de la nave, habían notado un temblor inquietante, espaciado y rítmico que sacudía levemente el suelo. Llevaban unos minutos caminando y la vibración del terreno se iba intensificando. Se detuvieron expectantes. Inesperadamente surgió de la niebla algo, una especie de insecto gigantesco y amenazante. El ser tenía largas patas metalizadas y un exoesqueleto negro y brillante. Se abalanzó sobre ellos atrapando al que tenía más cerca. Las pinzas bucales del animal partieron a su presa en dos. Dispararon sus armas, pero los impactos apenas hacían mella en la coraza del monstruo. Corrieron con desesperación en dirección a la nave, donde lograron refugiarse.

Se sentían aturdidos, rabiosos e impotentes. La rítmica conmoción del suelo se había hecho intensísima, y ahora hacía que la nave entera se estremeciese. Como en un terrario demencial, observaban alucinados la forma hermosa y terrible del insecto, que se movía ahora, errante, sobre la cúpula. Entonces algo gigantesco descendió del cielo, velándoles la luz del día. Era una mole inmensa que cayó sobre la nave, aplastándola en medio de un sobrecogedor estruendo metálico. Enseguida aquella masa se retiró dejando un amasijo de metal y cristal aplastado y humeante, en el centro de una titánica huella de bota.

El paseante, un joven novaliano, notó el crujido bajo su pie y pensó: “¡Vaya!, creo que he pisado un caracol”, y continuó su camino sin detenerse a mirar. Llevaba una caña al hombro, el día se estaba despejando y tenía un cita con las truchas.

Qué inadecuado

       Yo deseaba
defenderte
con mi cobardía,
cobijarte
bajo mi intemperie,
sustentarte
con mi indigencia.

Servirte de apoyo
con mi inconsistencia,
inundarte de luz
con mi oscuridad,
salvarte de la suciedad
con mi fango.

Acompañar tu soledad
con mi lejanía,
alimentar tu fe
con mi desesperanza,
disipar tu tristeza
con mi melancolía.

La otra realidad

Finalmente, antes de cumplir los cuarenta, Alonso Quijano el bueno declaró su amor a Aldonza Lorenzo. Ella le acepto y celebraron sus bodas en el Toboso.

Se instalaron en la casa de Don Alonso, junto a la sobrina de este, que aún era una niña, y el ama, y, aunque no tuvieron hijos, llevaron una vida sencilla y feliz, pues ambos cuidaban con ternura el uno del otro. Ella dejaba que su marido abandonase el lecho temprano para salir a cazar, y se deleitaba escuchando las historias de caballeros que él solía leerle. Y así pasaron los años, en el amor y la buena opinión de sus vecinos.

Los días de Sancho Panza transcurrieron sin salir de su lugar; perdiéndose así para siempre un ejemplar gobernador, y el más simple, gracioso y sensato de los escuderos andantes.

Una noche, ya acostados, don Alonso preguntó a su esposa si había sido feliz a su lado. –He sido muy feliz, esposo mío –contestó ella –aunque he de confesar que a veces siento un extraño anhelo… algo que ni yo misma sé explicar: el deseo de haber sido amada de un modo perfecto y puro, con ese amor ideal que profesan los caballeros andantes. Ya ves, querido, qué ridículas nos volvemos las mujeres con los años.

El viejo hidalgo se quedó callado largo rato, los ojos soñadores perdidos en la penumbra del cuarto. Afuera, surcada de caminos solitarios, se extendía la llanura manchega donde los gigantes solo son molinos de viento.

Eclosión

(A mi amigo Cristóbal, que amaba tanto los árboles y las montañas)

¿De qué fuente habrá manado esta generosidad de luces blancas, este equilibrio de perfume y delicadeza? Las flores en su pujanza formarán frutos y, año tras año, despertarán nuevamente a enamorar la brisa, a desperezar la primavera.

El árbol que hunde hoy sus raíces en el suelo fue ayer semilla. La tierra, los astros, nuestra capacidad de maravilla, tienen su germen. También nosotros, sometidos a misterioso apremio, finalmente florecemos, damos fruto, nos disolvemos… Y todo incesantemente fluyendo, manando de la misma fuente.