La amenaza

(nota: Este  breve relato está basado casi literalmente en algo que le sucedió a mi amiga María Luisa Catalán, cuando era niña, y que ella me contó con tanta gracia.)

En los Pirineos, cerca de Jaca, hay un monasterio engarzado en la roca que contempla los valles  desde las alturas, entre paredes pétreas que lo sobrepasan y lo cobijan.

Subir a visitarlo estaba en el programa de nuestro viaje de fin de curso. Y allá fuimos, el guía local en su dos caballos abriendo camino, y detrás, nuestro autobús con cuarenta niñas de la costa alicantina encogidas de frío, avanzando por la escarpada y zigzagueante carretera entre el paisaje nevado. En cada curva cerrada, el morro y la parte trasera del autobús quedaban expuestos al vacío, haciéndonos contener la respiración y aportando una inesperada nota de peligro a nuestro predecible y organizadísimo tour.

Finalmente el autocar aparcó en una pequeña explanada ante las vetustas puertas del monasterio, y tras extasiarnos un instante con las vistas y sentir el aire helado acartonando nuestras mejillas, entramos en el recinto en fila india, dirigidas por las monjas, nuestras preceptoras. Con voz monótona, el guía comenzó su cantinela acerca del  claustro y de las estatuas y reliquias que albergaba el edificio. Y nosotras lo seguíamos calladas, escuchándolo todo con resignación. Pero aquel lugar resultaba algo tétrico para nuestras almas infantiles, de manera que los parpados se nos iban cerrando, y algunas comenzábamos a cabecear, exponiéndonos a los terribles pellizcos de las hermanas.

 En esas estábamos cuando, inesperadamente, apareció un hombre con aspecto de pastor que interrumpió la explicación y exclamó con tono apremiante: “ ¡La niebla… La niebla! “

El guía palideció, y su verborrea sobre la arquitectura e historia del lugar se acelero hasta resultar casi ininteligible. Sus pasos también adquirieron una extraordinaria viveza, de manera que nos hacía correr de un lado a otro sobre las sagradas losas, finiquitando lo que quedaba de recorrido en un santiamén.

Las monjas, contagiadas de su inquietud, nos hicieron salir rompiendo filas y subir al autobús. Pero para cuando este pudo arrancar, ya nuestro guía había cerrado las puertas del monumento con un giro de la maciza llave, se había montado en el dos caballos y había comenzado el descenso a una velocidad que no hubiese desmerecido en el rally de Montecarlo.

Levantamos la vista hacia las altas paredes, y pudimos ver la niebla, cuya masa gris descendía implacable, cerniéndose sobre nosotros. Y bajamos con inquietud por la vertiginosa carretera, el conductor y las monjas con el rostro concentrado, y nosotras mirando hacia atrás de vez en cuando, viendo como la nube engullía por completo el monasterio y seguía descendiendo; temiendo que nos alcanzara, que nos envolviera en su limbo, que nos corroyese el alma o los huesos.